SER CULTO PARA SER
LIBRE


lunes, 28 de septiembre de 2009

LA TORTILLA Y EL HAMBRE DE MODERNIDAD POR JULIO GLOCKNER [1]



Hay que reconocer
De una buena vez,
Que esta sociedad
Es el acontecimiento
Más pútrido ocurrido
En la historia del ser humano.
Oscar del Barco


La tortilla es un disco de maíz que ha cruzado decenas de siglos hasta llegar a nosotros convertida en un elemento imprescindible de la gastronomía mexicana. Debieron pasar varios milenios antes de que el teocintle encontrado en los valles de Cuicatlán y Tehuacán se convirtiera en una mazorca como las que hoy conocemos. Fue hacia el año 1,500 antes de nuestra era que el maíz se domesticó completamente llegando a tener un grano grande y duro que podía almacenarse durante periodos prolongados y permitir así el mantenimiento de poblaciones sedentarias.

El maíz, la piedra y el barro formaron una tríada que permitió la convivencia del agua y el fuego para producir la tortilla. Quizá los olmecas fueron los inventores de este noble alimento que resultaba de hervir una pequeña cantidad de maíz en una cazuela de barro, con un poco de cal viva que ayudaba a aflojar la pielecilla del grano, agregándole además valiosos nutrientes como calcio, riboflavina y niacina. Reblandecido por el calor del agua hirviendo, el maíz se molía después en la superficie lisa de una piedra, hasta obtener una masa que entre las manos de las mujeres y con suaves palmadas iba adquiriendo la forma de un disco blando y delgado que se tendía sobre el comal de barro dispuesto en el fuego. La consistencia flexible de la tortilla al retirarla del comal permite que sea utilizada también como utensilio para comer o como plato, pero sobre todo se consume doblada o enrollada conteniendo cualquier otro alimento, sea vegetal o animal.

Las diversas culturas mesoamericanas han dado cuenta del origen del maíz a través de relatos míticos. Un mito nahua refiere cómo Quetzalcóatl, después de haber traído desde el inframundo los "huesos preciosos" con los que fueron creados los hombres en Tamoanchan, puso en un predicamento a los dioses que ahora se preguntaban qué cosa comerían estas criaturas. Una hormiga roja había ido a traer maíz del interior del Tonacatépetl o Cerro de los Mantenimientos cuando la encontró Quetzalcóatl y le preguntó de dónde había sacado esos granos. La hormiga se resistía a responder, pero ante la insistencia del dios finalmente señaló el lugar. Entonces Quetzalcóatl se convirtió en hormiga negra y acompañó a la colorada hasta el enorme depósito. Entre ambas acarrearon mucho grano a Tamoanchan. Fue así como los dioses masticaron el maíz y lo pusieron en boca de los humanos para alimentarlos. Pero enseguida los dioses se preguntaron ¿Qué haremos con el Tonacatépetl? La respuesta la dieron Oxomoco y Cipactonal, la pareja primigenia, en un acto de adivinación en el que emplearon también semillas de maíz. Aquellos chamanes nahuas revelaron que el buboso Nanahuatl desgranaría a palos el Cerro de los Mantenimientos. Entonces se previno a las deidades de la lluvia, los tlaloque azules, blancos, amarillos y rojos, de lo que iba a suceder y Nanahuatl desgranó el maíz a palos. Los tlaloque recogieron el maíz esparcido ya en estos cuatro colores y todo el demás alimento que se regó al apalear el Tonacatépetl.
[2]

Es notable en este mito no sólo el origen divino del maíz y su aparición ante los humanos en cuatro colores, también lo es el origen divino de su preparación para comerlo, pues antes de darlo a los hombres los dioses lo muelen en sus bocas. La molienda y la cocción, el metate y el comal, son dos pasos imprescindibles en su elaboración como alimento. El relato da cuenta, además, del vínculo ritual que mantendrán los hombres con las deidades de la lluvia como proveedoras de alimento, y de la función oracular que tienen las semillas de maíz en rituales adivinatorios y terapéuticos. Por esta razón nunca faltan tortillas en las ofrendas de todo tipo llevadas a cabo en los más diversos lugares, desde el desierto de San Luís Potosí, las frías montañas tarahumaras, el trópico maya, o los arenales cercanos a los glaciares de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl.

El padre Joseph de Acosta, religioso de la Compañía de Jesús, escribió hacia finales del siglo XVI en su Historia Natural y Moral de las Indias lo siguiente:
“La cualidad y sustancia del pan que los indios tenían y usaban, es cosa muy diversa del nuestro, porque ningún género de trigo se halla que tuviesen, ni cebada, ni mijo… En lugar de esto usaban de otros géneros de grano y de raíces; entre todos tiene el principal lugar y con razón el grano de maíz, que en Castilla llaman trigo de las Indias y en Italia grano de Turquía… y cuasi se ha hallado en todos los reinos de Indias Occidentales, en Pirú, en Nueva España, en Nuevo Reino, en Guatemala, en Chile, en toda Tierra firme. De las Islas de Barlovento, que son Cuba, La Española, Jamaica y San Juan, no sé que se usase antiguamente el maíz”.
Esta última información es desde luego errónea, pues si bien es cierto que los taínos de las islas cultivaban principalmente la yuca, también cosechaban dos veces al año al menos tres variedades de maíz. Es más, la palabra maíz es justamente de origen taíno. Lo que sí es seguro es que no se consumía bajo la forma de tortilla sino como un bollo envuelto en hojas de la propia planta y colocadas en las brazas para su cocción.

“El pan de los indios –sigue diciendo el padre Acosta- es el maíz: cómenlo cocido así en grano y caliente, que llaman ellos mote, como comen los chinos y japoneses el arroz también cocido con su agua caliente. Algunas veces lo comen tostado… y otro modo de comerle, más regalado, es moliendo el maíz y haciendo de su harina, masa, y de ella unas tortillas que se ponen al fuego, y así calientes se ponen a la mesa y se comen, en algunas partes las llaman arepas.”
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La existencia de comales de barro es la única forma de documentar arqueológicamente la elaboración de tortillas en el México antiguo, ya que es imposible encontrar muestras de su consumo, como sí ocurre, por ejemplo, con los tamales, cuyas hojas fósiles indican que se les pudo haber consumido en Teotihuacan, alrededor de las pirámides del Sol y la Luna durante el período Clásico (250 a.C. – 750 d.C.)
[4] Sin embargo sabemos que los comales se elaboraban desde el preclásico medio, digamos, unos mil años antes de nuestra era, sin que esto fuera un fenómeno generalizado, pues había zonas en el área mayo que no conocieron el comal hasta la conquista española.

Durante el período colonial, no sólo el color de la piel y las diferencias fenotípicas en general; no sólo la vestimenta, el lenguaje y la manera de hablarlo, sino también la comida que se servía o no en una mesa, fueron señaladas diferencias entre los distintos sectores sociales. El pan de trigo y la tortilla de maíz no se consumían en el mismo ámbito, eran mutuamente excluyentes por razones de clase, de status social, algo que hasta la fecha perdura en algunos sectores que no han podido superar ridículos prejuicios ancestrales. No obstante, la permanencia de la tortilla durante el largo período de mestizaje fue sin duda un elemento importante en la configuración de la nueva identidad cultural que lentamente se forjó durante aquellos siglos. Ni criollo ni indígena, sino mestizo, que lo mismo come pan que tortilla.

En las primeras décadas del siglo XIX una bella mujer escocesa, esposa del primer embajador de España en México, Fanny Calderón de la Barca, dejó una interesante descripción del país y sus costumbres en la correspondencia que mantenía con sus familiares. En una de esas cartas escribió lo siguiente:
“Las tortillas, alimento habitual del pueblo, y que no son más que simples pasteles de maíz, mezclados con un poco de cal, y de la misma forma y tamaño que nuestros scones, las encuentro bastante buenas cuando se sirven muy calientes y acabadas de hacer, pero insípidas en sí mismas. Su consumo en todo el país se remonta a los primeros tiempos de su historia, sin cambio alguno en su preparación, excepto con las que consumían los antiguos nobles mexicanos, que se amasaban con varias plantas medicinales, que se suponía las hacían más saludables. Se las considera particularmente sabrosas con chile, el cual para soportarlo en las cantidades en que aquí lo comen, me parece que sería necesario tener la garganta forrada de hojalata”.
[5] Madame Calderón de la Barca probó también el pulque y le gustó, según confiesa en otra carta, después de vencer el disgusto que le produjo su olor a rancio. Pulque y tortilla son la perfecta combinación del campesino del altiplano central. A mediados del siglo XIX, el fundador de la antropología moderna, Edward Tylor, probó esta deliciosa combinación en el hotel donde estaba hospedado en la ciudad de México: El pulque –escribió Tylor- parece leche y agua, tiene un sabor suave y sabe a huevos podridos. Las tortillas son como pastel de avena, pero hechas de grano indio, muy blandas y jugosas. Durante un día o dos nos parecieron horribles, pero luego empezamos a tolerarlas mejor. Al final nos llegaron a gustar, y antes de dejar el país ya no podíamos estar sin ellas…” [6]

Como sabemos, el diecinueve fue un siglo afrancesado, tanto que en 1891, durante la celebración del cumpleaños de Porfirio Díaz en el Teatro nacional, se sirvió exclusivamente coñac, vinos y comida francesa. Por cierto, en este banquete, sólo los hombres se sentaron a la mesa y eran contemplados por sus esposas desde la galería. Muy afrancesados pero machos al fin. Esta elegancia importada, un tanto ridícula por su impostura, alcanzó su culminación durante las veinte cenas ofrecidas con motivo de la celebración del centenario de la independencia, en las que no se sirvió un solo plato mexicano. Fue Manuel Payno quien denunció que la etiqueta prohibía el consumo de tortillas de maíz y chiles rellenos debido a su imagen plebeya. Pero el asunto no paró ahí. En los albores del siglo XX las clases altas mexicanas que consideraban al maíz como simple forraje para los indios, “comenzaron a atribuirle un nuevo y siniestro significado, considerándolo como uno de los principales impedimentos para el desarrollo nacional”
[7]

En su obra El porvenir de las naciones hispanoamericanas, el senador Francisco Bulnes atribuía el retraso de México a una combinación de conservadurismo ibérico y debilidad indígena. Utilizando las falacias de una supuesta ciencia de la nutrición, Bulnes explicaba la debilidad del pueblo mexicano recurriendo a la división de la humanidad en tres razas: los pueblos del trigo, los del arroz y los del maíz. Luego de exponer los supuestos valores nutritivos de cada cereal llegaba a la siguiente conclusión: “La historia nos enseña que la raza del trigo es la única verdaderamente progresista” y que “el maíz ha sido el eterno pacificador de las razas indígenas americanas y el fundador de su repulsión para civilizarse”. Por si esto fuera poco, Bulnes afirmaba que “En la humanidad, las especies conservadoras (como los indígenas mexicanos), experimentan en su organismo una especie de mineralización que las inclina hacia la inmutabilidad y pasivismo de las rocas”, lo que cancelaba toda posibilidad de de un progreso futuro.
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El grupo de “los científicos” porfirianos encontraban atractivo el discurso de las proteínas y los carbohidratos porque proporcionaba una explicación al subdesarrollo nacional sin recurrir a las doctrinas de un racismo extremo que condenaba al país a un atraso eterno. El racismo alimentario dejaba entrever una esperanza de superación y progreso si la población nativa se alimentaba adecuadamente, y más aún si adoptaba las costumbres europeas.

La fe en el progreso importado se derivaba de una premisa fundamental: que era la cultura y no la raza la que determinaba la modernidad. No era necesario ser europeo de nacimiento; bastaba con actuar como europeo, vestir como europeo, comer como europeo. La prensa de la época exaltaba las virtudes del pan de trigo considerándolo como el alimento del mundo civilizado, mientras reafirmaba la idea de que el maíz era poco adecuado para el consumo humano. Este discurso tuvo tan amplia aceptación entre las clases media y alta urbanas, que se llegó a considerar la difusión del pan como medida de desarrollo y expansión del proceso civilizatorio occidental. En un manual de cocina Michoacana se llegó a considerar al trigo como “un señalado favor de la Divina Providencia a la humanidad”.
[9]
Los estudiosos del tema consideran que esta fue la circunstancia apropiada para la aparición de la torta compuesta, pues a falta de tortilla que rellenar se optó por usar la telera o el bolillo.

La revolución mexicana, que siguiendo esta línea discursiva sería la rebelión de los hombres de la tortilla, no logró modificar sustancialmente este prejuicio y aun un hombre como Manuel Gamio director del Instituto Indigenista Interamericano, se esforzó para reemplazar el maíz por soya. El discurso de la tortilla –dice Jeffrey Pilcher- funcionaba realmente como un subterfugio para distraer la atención de las desigualdades sociales. Cuando en los años cuarenta –dice este historiador- los investigadores del Instituto Nacional de Nutrición analizaron finalmente la dieta del país, descubrieron que el maíz y el trigo eran prácticamente intercambiables. La desnutrición rural no era consecuencia de la inferioridad de la tortilla, sino de la pobreza en que vivía la gente del campo. Un discurso muy semejante han construido actualmente las transnacionales y sus empleados respecto al maíz transgénico, con la diferencia de que ahora no se exaltan las cualidades de otro cereal como factor de desarrollo, sino que ahora es la manipulación genética del mismo maíz la que se presenta como la única alternativa para el progreso, la solución del hambre y la mejor alimentación de los mexicanos. Estudios posteriores demostraron que la tríada prehispánica de maíz, frijol y chile proporcionaba las cantidades adecuadas de todos los nutrientes esenciales. Las proteínas complementarias del maíz y los frijoles, cada uno de los cuales aportaba los aminoácidos que no existían en el otro, representaron una sorpresa muy especial para los investigadores, uno de los cuales declaró que “sería una verdadera estupidez pretender sustituir los frijoles y el maíz por otros alimentos equivalentes. Lo que interesa es complementarlos, llevar verduras y hortalizas, ensaladas y frutas”
[10]

A partir de estas certidumbres se logró frenar un tipo de argumentación contra el maíz, y aunque el prejuicio contra la tortilla perdura en sectores importantes de la población que no la consumen por razones de status, ganó terreno en la gastronomía urbana, principalmente en la rica variedad de tacos que se consumen en México. Por otro lado, el argumento de la deficiencia productiva de la gente del campo se cayó definitivamente ante la evidente capacidad productiva de los campesinos nahuas, mixtecos y mestizos que año con año introducen al país miles de millones de dólares en remesas, ocupando el segundo lugar después de los ingresos de la industria petrolera. La presencia de millones de emigrantes en los Estados Unidos ha generado en el país del norte una creciente demanda de tortillas y un próspero negocio para satisfacerla. Esa es la respuesta laboriosa e inteligente de los hombres de tortilla han dado a los problemas que les ha planteado la modernidad, una modernidad inequitativa e injusta. Indudablemente que las familias campesinas han entendido mucho mejor los dilemas de la modernidad que los rancios sectores racistas que los condenan a la extinción retirando el apoyo al campo mexicano desde hace al menos 25 años.

Ser modernos, dice Marshal Berman, es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras y poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Los entornos y las experiencias modernos atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se puede decir que en este sentido la modernidad une a toda la humanidad. Ser modernos es vivir una vida de paradojas y contradicciones. Es estar dominados por la inmensas organizaciones burocráticas que tienen el poder de controlar, y a menudo de destruir, las comunidades, los valores, las vidas, y sin embargo, no vacilar en nuestra determinación de enfrentarnos a tales fuerzas, de luchar para cambiar el mundo y hacerlo nuestro. Es ser, a la vez, revolucionario y conservador… Podríamos incluso decir que ser totalmente modernos es ser antimodernos: desde los tiempos de Marx y Dostoievski hasta los nuestros, ha sido imposible captar y abarcar las potencialidades del mundo moderno sin aborrecer y luchar contra algunas de sus realidades más palpables.
[11]

El hecho de que la tortilla tenga más de tres mil años entre nosotros, alimentando a los hombres y mujeres de las más diversas culturas, sobre poniéndose a los más radicales cambios culturales, sobreviviendo a la estulticia de una modernidad mal entendida y a la torpe insensibilidad de las políticas públicas, es una muestra indudable de que ha sabido seducir con su aroma y su temperatura, su suave textura, su grata consistencia, su sabor placentero asociado a los colores azul, rojo, amarillo y blanco, ha sabido seducir, digo, a una generación tras otra, y confío en que así será hasta el fin de nuestros tiempos. Amén.


[1] Este texto NO fue leído en el Primer Congreso Internacional sobre la tortilla organizado por el Gobierno del Estado, ICOMOS y la BUAP. En el evento participaron transnacionales como Cargill, que comercializan productos transgénicos, pero NO fueron invitadas organizaciones que tienen un punto de vista diferente: Greenpeace, Colegio de Postgraduados, Movimiento sin Maíz no hay País.

[2] Códice Chimalpopoca, Anales de Cuauhtitlán y leyenda de los Soles, UNAM, México, 1992.
[3] Acosta Joseph, Historia natural y moral de las Indias, FCE, Biblioteca Americana, México, 1985, p. 170.
[4] Pilcher M. Jeffrey, ¡Vivan los tamales! La comida y la construcción de la identidad mexicana, ed, CIESAS-CONACULTA-Ediciones de la Reina Roja, Col. La falsa tortuga, México, 2001, p. 28.
[5] Calderón de la Barca, Madame, La vida en México, Ed. Porrúa, Col. Sepancuántos Nº 74, México, 1990, p. 48.
[6] Hays, H.R. Del mono al ángel, Caralt Editor, Barcelona, 1965, p. 80.
[7] Pilcher, Jeffrey, op. Cit. P. 110, 116, 118.
[8] Ibid, p. 119,128,
[9] Ibid, p.130-134.
[10] Ibid, p.148.
[11] Berman, Marshall, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, Ed. Siglo XXI, México, 1988.