SER CULTO PARA SER
LIBRE


miércoles, 25 de noviembre de 2009

LA MUERTE DEL SUPERMAN



Por Mateo Aguilar Mastretta

Una etapa de seis meses, allá por el año dos mil, la dediqué por completo al consumo del líquido ámbar al que dieron belén los elamitas, sumerios y egipcios hace más de cinco mil años. Cerveza fue lo que tomé compulsivamente por tres razones. La primera es que beber era parte de la rutina social del pueblo inglés donde estaba viviendo, la segunda es porque me encantó tomar cerveza y la tercera es que se convirtió en un reto. Bebí trescientos sesenta litros de cerveza en un lapso de cinco meses, es decir dos litros diarios. Lo digo con cierto orgullo ya que me parece un logro; después de todo beber es una de las tantas maneras en que los hombres medimos nuestras capacidades. Ya no existen los duelos, las peleas terminan en la cárcel, la moral no nos permite hacer cierta medición, pero nos queda el trago y si acaso el ámbito profesional. Sentimos admiración por otros machos de la especie que son buenos deportistas, conquistan muchas mujeres, ganan mucho dinero o beben alcohol como leche materna.


En ese momento no tenía trabajo, ni era bueno para el fútbol y perdí la cuenta de cuántas mujeres me rechazaron en ese viaje. Por lo tanto tomé y tomé y tomé, todo lo que pude. Podría decirse que estuve borracho medio año y debo mencionar que lo disfruté enormemente.

Cuando regresé a mi tierra me sentía invencible, volvía de un entrenamiento alcohólico completo, de varias noches de excesos y mucha diversión.

Al llegar me integré a mi viejo grupo de amigos y a sus actividades, que consistían en ir los fines de semana a distintos bares a platicar y beber copiosamente. Con la confianza que me daban mis recientes experiencias me lancé de frente a beber todo lo que se atravesara; ir a todas las fiestas, pedir cantidades masivas de cerveza y tratar de emborrachar a los involucrados en el evento del día, sintiéndome superior en edad, beber y gobierno. Aquí nació en mí el síndrome del Supermán, una enfermedad particular que genera una sensación de invulnerabilidad ante el alcohol y otros vicios. Esta aflicción psicológica proviene de una mezcla de juventud, ignorancia, confianza y algunas borracheras fortuitas en las cuales no sufrimos ninguna consecuencia por beber sin control alguno. Sentimos dominar el alcohol.

Sólo tengo que recordar a un amigo que se despertó una mañana en una casa en Valle de Bravo y tuvo la peregrina idea de beber un caballito de tequila cada media hora. Comenzó su experimento a las once de la mañana y a las seis de la tarde llevaba ya catorce shots; dado que se sentía bien, incrementó la dosis a todos los que pudiera beber sin caerse. Para las doce de la noche el número de caballos superó los treinta. Terminó tirado en la calle, semiinconsciente, pero por suerte ileso. Lo encontramos, recogimos y llevamos a su casa. Nunca ha intentado repetir la hazaña. Parte de su Supermán murió ese día.

En mi caso, la arrogancia alcanzó niveles más altos y pagué un precio grande aunque menor de lo que pudo ser. Siguiendo mi rutina y mi ego, una noche cualquiera, en un bar sin distinción, me senté con Juan Pablo Abud “El Capu”, un viejo amigo, a beber unas copas. Pedí una jarra de cerveza y me decidí a presumir mi habilidad con la cebada. Tomamos una y después dos y tres y cuatro y finalmente cinco. Diez litros de cerveza en cuatro horas. Salimos cojeando del lugar, pero yo un poco más que El Capu. Más borracho, alegre, confiado y presumido.

El Capu estaba bastante tomado, así que mi Supermán decidió seguirlo a su casa. Discutieron afuera del bar por unos minutos y finalmente la necedad del hombre de acero prevaleció. Antes de subirse a los coches, El Capu mencionó que tenía hambre y Supermán de inmediato sugirió que fueran a cenar.

--Ya estás muy pedo, mejor vete a tu casa, yo ceno rápido y me voy a dormir—dijo El Capu.

-- No, qué pedo voy a estar, tú estás pedo, así que súbete a tu coche y ahí te voy siguiendo—contestó Supermán.

Llegaron a los tacos y El Capu le pidió a Supermán que comiera algo, pero Supermán se negó. Él estaba perfecto. Unas cuantas cervezas no le iban a hacer nada. Vio al Capu engullir un par de costras, delicatesen de la vida nocturna en la ciudad, aguantándose el antojo y el hambre, demostrando sus poderes de control sobre su cuerpo. Se tambaleaba un poco pero era por cansancio más que nada. Acabó la cena y se dispusieron a irse, no sin antes tener otra discusión. Supermán alegaba que El Capu también requería escolta para llegar a su casa y en otro acto de arrogancia lo asedió con persistencia etílica hasta dejarlo sin opción. Llegaron a la casa del Capu y Supermán se bajó de su coche para despedirse y declarar su misión cumplida. Ya estaban en zona segura, en casa, sin muertos ni heridos, otro triunfo para el hombre que ingiere altas cantidades de cerveza de un solo salto.

--Nos vemos, viejo—dijo Supermán.

--No mames, ¿dónde vas?—respondió El Capu --Estás bien pedo y no cenaste. Quédate a jetear y mañana te vas temprano si quieres— pidió.

--Todo tranquilo, hermano. Supermán está bien y quiere dormir en su cama y levantarse a desayunar con su familia. No pasa nada, ya di catorce vueltas y todo bien, una más no me cuesta trabajo. Te marco cuando llegue—dijo Supermán mientras se subía a su fiel jetta.

Abrió los ojos. Una pared fue lo único que vio. Logró dar un volantazo, que probablemente lo salvó de incrustarse en la pared por completo.

Supermán chocó y de pronto yo estaba dando vueltas aferrado al volante, viendo en cámara lenta lo que de seguro duró tres segundos. Todo era una mezcla de sensaciones aturdidas por el alcohol y la adrenalina; imágenes borrosas, el ruido que hace el metal al ser comprimido, la voz de Mijares que salía del estéreo, mi respiración contenida en un esfuerzo por aplicar toda mi fuerza a sujetar el volante y mantener la cabeza firme contra la cabecera. Finalmente el coche se detuvo en la mitad de la carretera federal a Toluca, unos trescientos metros antes del entronque con Reforma y Constituyentes. Las tres de la mañana era buena hora para chocar en la única parte de seis carriles de una carretera que en su mayor parte consta de dos. Respiré profundo y me quedé unos segundos inmóvil recorriendo mi cuerpo con la mente registrando dolores. Nada: sano y salvo.

Un policía se acercó a pie a la ruina de automóvil esperando encontrar a una persona herida. Me miró incrédulo. Bajé la ventana.

--¿Está usted bien, joven? Estuvo horrible— declaró el policía.

--Si, contesté, estuvo horrible, pero creo que estoy bien—respondí.

--¿Seguro que está bien? A ver bájese—solicitó.Me bajé del coche, me paré derecho, sentí dolor en la espalda pero nada grave, di unos pasos y entonces resentí mi tobillo derecho.

--Me duele el pie pero creo que nada mas—dije perplejo.--Qué suerte tiene, joven—respondió e hizo un ademán para que nos quitáramos de la calle.Me escoltó hasta la patrulla y dijo:

--Pues sí se siente bien, súbase aquí—dijo cortésmente

--Está usted arrestado. ¿Cuál es el numero de su casa?—preguntó.

Mis padres llegaron media hora después y aunque no los dejaron verme les aseguraron que estaba yo bien, pero que si no soltaban una lana, iría a parar a los separos por daños a la nación: un gran agujero en la barda de cemento que contenía el cerro que da paso a la vialidad.Pagaron alrededor de trece mil pesos para que me dejaran ir. Me subí al coche de mi padre y rompí en llanto. No me dolía nada, pero la vergüenza y la culpa resultaron heridas profundas y duraderas. Aún hoy, siete años después las siento.

Me dormí en la plancha de metal de la máquina que hizo un scan de mi cuerpo y reveló que lo único roto era mi espíritu y amor propio.

Murió mi Supermán, lo mataron una siesta alcohólica y un muro de cemento. Estuve humilde un mes y fracción, fui a fiestas y reuniones suprimiendo el alcohol al recordar la vergüenza de esa noche. El tiempo fue curando mis heridas y lentamente me llamó el atractivo de una cerveza fría en un día de calor o una cuba de Bacardi blanco con mucho hielo quemado con limón en una noche fría del DF. Una noche empecé a beber de nuevo, sin mayor preocupación. Fue en un antro cualquiera con los amigos de siempre. Tomé dos o tres y comencé a sentir ese placer líquido que facilita la sonrisa y despierta el deseo carnal hacia completas desconocidas que pasan en sus vestidos cortos de fiesta. Vi a mí alrededor gente bebiendo y disfrutando el presente. Estoy seguro de que algunos supermanes salieron de esa fiesta. Yo me serví dos cubas más y me fui temprano a dormir. Mi Supermán no regresó esa noche. Lo veo de vez en cuando.

Mi abuelo me dijo muchas veces que el alcohol era como el amor: sin importar cuánto sepas o lo practiques, eventualmente se te pasa la mano y entonces sí ya te chingaste. Claro que, en esos casos, es más seguro ir al volante enamorado que borracho.